Dos años y seis meses atrás.
El primer mes del año está a punto de finalizar. La gente sale abrigada y algún que otro padre rezagado acude a las tiendas para comprar un nuevo regalo a su hijo ya que el que los Reyes le hicieron el día seis es un poco defectuoso o no es del agrado del pequeño. Carlos Lucena va a al trabajo andando. Los mecánicos no suelen cumplir con su trabajo a tiempo… El móvil suena. Una llamada inesperada realizada por un número que no tiene en la agenda.
-¿Sí?
-¿Carlos Lucena?
El policía suspira. Sabe perfectamente quien es. Clara, la madre del chico desaparecido. Lo llama cada día y a veces en más de una ocasión, pero no puede culparla, debe ser muy duro vivir una situación como esa. Imagina por un segundo que Ainhoa desaparece y un escalofrío le recorre la espalda.
-¿Qué puedo hacer por usted?
-¿Han avanzado en la búsqueda?
-El asunto de su hijo es delicado. No podemos hablarlo por teléfono. Pásese por comisaría y yo u otro agente le atenderemos.
Con un <<De acuerdo>> Clara se da por vencida. A Carlos no le da tiempo a dar otro paso cuando vuelve a sonar el móvil. Si estuviese conduciendo debería multarse a si mismo. Esta vez llaman con número oculto. Ya hay que ser imbécil, con lo fácil que sería con el aparatito que hay en comisaría localizar la llamada. Pulsa un botón para guardar la conversación, prevé que será alguno de los ayudantes de Francesco Cavallari.
-¿Quién es?
-Tengo que hablar con usted -la voz suena distorsionada.
-¿Quién eres?
-Vaya donde acuden los muertos y los recién nacidos. Estaré allí a las siete -cuelga.
Carlos se queda mirando por unos minutos la pantalla de su móvil como si le pudiese dar alguna respuesta. Donde los muertos y los vivos. ¿Dónde es eso? ¿No podía ser más claro? Podría ser el cementerio… no, hay no acuden los recién nacidos, ¿un hospital? Se supone que están para salvar vidas así que tampoco coincide. No deja de pensar en la curiosa adivinanza en todo el resto del trayecto, hasta que por fin entra en comisaría. Lo primero que hace es hacerse con un café. El segundo de la mañana. Se lo merece después de la caminata. Ojea el periódico en la sala del café mientras se lo toma. Dos de sus compañeros dificultan que entienda algo de las declaraciones de Rafa Nadal. Bah, tampoco es que le importe mucho, la noticia será cuando ése fiera pierda algún partido importante. Una carcajada de Mario hace que se desentienda completamente del periódico y se una a sus dos compañeros.
-¿Qué te hace tanta gracia?
Mario se seca una lágrima que ha derramado fruto de la risotada.
-No sabes como de macabro puede llegar a ser este chaval -Mario alza las cejas para indicar a Alberto, un joven becario-. Resulta que es un hacha para las adivinanzas. Dile alguna, Alberto.
-No creo que sea necesario… -al joven le entra la timidez de repente.
-Me gustaría escuchar alguna.
-Está bien -piensa por un momento. Intenta buscar la más indicada para no ofender a su superior. Al final opta por reírse del mundo animal, así seguro que no se equivoca-. A ver esta: Tiene ojos y no ve, tiene pico y no pica, tiene alas y no vuela, tiene patas y no camina. ¿Qué es?
Carlos se demora en responder para pensar la respuesta. Mario, en cambio, espera impaciente a sabiendas de que sea lo que sea esa cosa que tiene de todo y no hace nada, le provocará una buena carcajada.
-Está bien, me rindo.
-Un pájaro muerto.
Mario da un golpe con el puño cerrado y vuelve a reírse. A Carlos no le hace nada de gracia, quizá si no fueran las ocho y media de la mañana y no le doliesen los pies, se reiría pero mientras tanto el becario se tiene que conformar con la más falsa de las sonrisas.
-Di otra -le ruega Mario.
-No -interviene Carlos-. Esta vez él tendrá que responder a la mía -Alberto acepta el reto-. ¿A qué lugar acuden los muertos y los recién nacidos?
Alberto mira al suelo durante algunos segundos. Después se le enciende la bombilla y, aunque no está muy seguro del todo, arriesga.
-Bueno, si son religiosos, puede que vayan a la iglesia, ¿no?
Carlos piensa en ello. Por supuesto, tiene sentido. Los recién nacidos van a bautizarse y allí también le dan misa a los fallecidos. Por un momento le entran unas ganas locas de abrazar a Alberto, pero se controla para no ser víctima de una de las risotadas de Mario.
-Sí, creo que es exactamente eso. Gracias.
Una recepcionista entra preguntando por Mario y éste se va tras ella. Alberto le da el último trago al café y se dispone a salir. En ese momento, Carlos toma la decisión. Después de todo, se lo merece.
-Hablaré con el comisario para que se plantee tu ascenso. Sirves para algo más que para llevar cafés y archivos.
Siete de la tarde. Carlos entra en la iglesia. Una persona que lleva la cabeza cubierta con la capucha negra de la sudadera entra en el confesionario, en la parte en la que se coloca el cura y le hace un gesto con la mano incitándolo a que él tome el lugar del confesor. Carlos Lucena se arrodilla como si estuviese a punto de confesar sus pecados. Quizá sea culpa de los nervios y la tensión acumulada, pero no puede evitar la broma.
-Ave María purísima.
Se arrepiente justo después de pronunciarlo, pero la persona que ocupa el lugar del párroco le sigue el juego.
-Sin pecado concebida. En realidad soy yo el que me quiero confesar, agente.
-Antes de que empiece, me gustaría saber quien eres.
El tipo lo ignora.
-Voy a ayudarlo mucho en su búsqueda. Conozco a Cavallari y he estado en el mundo de las peleas ilegales.
-No se preocupe, si confiesa le prometo que no tomaremos represalias contra usted.
-Yo ya no tengo que preocuparme de eso, desapareceré pronto. Lo único que quiero es poner en jaque a Cavallari antes de desaparecer.
-En realidad, me interesa más lo que pueda contarme sobre Alejandro Rivas, ¿lo conoce?
-Sí.
-¿Está vivo?
-Sí -el policía suspira antes ese rayo de esperanza.
-¿Sigue trabajando para Cavallari?
-No.
Una tras otra, el encapuchado contesta a todas las preguntas sobre el desaparecido. Siempre con un “sí” o un “no”. Tan solo se anda por las ramas en la última.
-¿Dónde está?
-No lo sé.
-Es imposible que lo sepa todo menos eso. ¿Acaso tiene miedo de dejarse ver?
-Soy valiente -y no se equivoca en la persona del verbo. Lo hace a propósito. Ya hacía tiempo que tenía ganas de quitarse la máscara de carnaval que el mismo se había puesto desde el principio de la conversación.
-¿Soy? ¿Qué quiere decir?
-Carlos -por primera vez lo tutea-. Yo soy Alex Rivas.
Esa fue la primera vez que lo vio. La primera de muchas otras. El comienzo de una gran amistad. El comienzo de un gran engaño. Ocultó a Alex durante los meses posteriores. Incluso a su madre. Nadie debía saber nada de la conspiración que entre Carlos, Alex y Santiago estaban preparando contra Cavallari. Todo estaba perfectamente organizado. Todo estaba preparado a la perfección, al milímetro. Fue entonces cuando Alex escribió la carta a su madre para hacerle saber que estaba bien y que se marcharía lejos para estar completamente a salvo, pues sabía que el italiano nunca le perdonaría. Pero las cosas no siempre salen bien. La noche que se llevó a cabo el plan que debía acabar con Cavallari, terminó por ser el plan que acabó con la vida de Alex. Solo tres presenciaron la muerte. Los tres que aún guardan silencio: Santi, Carlos y Cavallari.
Tras enterarse de la muerte de su hijo, Clara acudió a Carlos Lucena pidiéndole explicaciones. Había leído la carta y estaba convencida de que todo era una artimaña para engañar a la mafia. Uno de los peores momentos de la vida de Carlos fue cuando tuvo que convencer a Clara de que su hijo realmente había muerto.
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